17 de septiembre de 2014

Frágil.

Por las mañanas, un pequeño rayo de luz se cala por las cortinas.
Por las noches, un reflejo de las luces de la ciudad cruza por las ventanas de mi habitación.
Por las tardes, los recuerdos de tiempos pasados bailan al son del viento, gritos de pequeños niños jugando se inyectan a través de mi oídos y supuran, agonizan en torno a una mente sin recuerdos.

Me siento frágil y fácilmente rompible cuando los fulgores de las épocas del día tocan mi piel, causan estragos en mis ojos y dejan una sensación desconocida en mi interior.
Me siento frágil cuando unos ojos cafés y achinados me miran con curiosidad, como si fuera una especie de ejercicio matemático que debiera resolver. Cuando me sonríen, cuando me miran con cautela, con recelo, cuando atisbo un poco del miedo que me tiene. Él sabe lo capaz que soy de herir a la gente.
Me siento frágil cuando por las mañanas soleadas, las tardes nubladas y las noches oscuras mi cuerpo se contrae y arquea en busca de una paz inexistente. ¿Aterida, dices? Sí, se parece mucho a eso.

La búsqueda constante de la felicidad me tiene fuera de mi cuerpo.
La palabra inefable se pasea ante mis parpados desfigurados por el cansancio que no logro suprimir.
El dédalo se ha desatado en mi cabeza, en mis ojos, en mi pecho.
Vago por mundos extraños y colores jamás antes vistos, no sé qué es pesadilla, no sé qué es fantasía, qué es realidad. Me gustaría decir que perdí el rumbo, pero la verdad es que sigo igual que siempre.

Ineluctable. La inepcia gobierna las lluvias ácidas que caen por cuerpos descubiertos.
Heridas de carnavales fermentados enmarcan pieles blanquecinas de animales libres, que en algún momento estuvieron tras las rejas.
Me dijeron: Hacía el caos. Y yo pregunté por la calma. El silencio fue la única respuesta que recibí.

Hacia el caos y la calma, me dijeron un día, pero antes de poder seguir sus pasos, ya todos habían desaparecido.

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