5 de diciembre de 2015

El dolor del alma.

Brota a través de mí, surge como mar enloquecido, me llena los pulmones de sangre y agua, el corazón se me acelera y mi pecho, todo mi cuerpo es sucumbido por estremecimientos. El llanto llega para no volver a marcharse, desparramando mi cara, haciéndola desfigurada y desconocida, convulsionando mi cuerpo y ahogándome con ese gran nudo en la garganta que aún cuando las lágrimas corren libres por mi rostro permanece allí, impasible, indestructible. Llega para quedarse, para quedarse por el resto del día, por el resto del mes. No vuelvo a ser yo misma, entonces, o tal vez nunca lo fui y toda esta chica hecha pedazos sea yo. Me siento horriblemente cansada de pronto, llena de suspiros y con las ganas invencibles de dormir lo que me queda de vida.
Estoy cansada de ser la que quiere más; estoy cansada de esforzarme al límite y no lograrlo; estoy cansada de hacer las cosas bien y nunca recibir algo a cambio. Estoy cansada de que la gente crea que puede tratarme como quiere solo porque le resto importancia a las cosas. Ya no. Ya no más. No me volverán a llevar a este límite. No volveré a herirme a mí misma de tal forma.
Llevo los ojos hinchados, la cara roja, los ojos cansados, y el llanto a flor de piel. Me río, y me siento a punto de transformar la risa en el más terrible quejido que jamás pueda escucharse. Hablo en voz baja y pienso que debería estar gritando todo lo que de verdad siento.
Estoy cansada, muy cansada.
Me pesa la sal en los huesos.
Me pesa la depresión en el alma.
Me pesa la vida en los ojos.
Me pesa lo que ser yo implica.