24 de enero de 2016

.butterfly.

Mariposas nocturnas señalan su camino, está tan cansada que sabe que no lo lograría por sí sola. Se pregunta cuál ha sido el momento exacto en el que ha empezado de nuevo, en que el vacío ha empezado a esparcirse por su estómago, por su pecho, por sus manos. ¿Desde cuándo es tan difícil no despedazarse los brazos, controlar las voces, los insultos? Tiene miedo, tiene miedo de empezar de nuevo, porque no está segura de poder salir otra vez, de poder frenarse ante las ganas de saltar frente un auto, las ganas de verse la piel llena de heridas sangrantes.
Se acuesta en su cama llena de mariposas y piensa en que aquel momento de la noche podría ser perfecto, las voces le corean nuevamente y ella se asusta, se asusta un montón, porque saber que están por allí es una cosa, pero escucharlas es completamente distinto. La respiración empieza a faltarle y se mira sus brazos, sus piernas, su estómago. ¿Qué tan terrible sería? ¿Qué tan malo sería volver a empezar?
Las mariposas huyen desesperadas por la ventana abierta de su habitación, y sólo una se queda, desafiante, valiente, pequeña. Le canta una pequeña canción de cuna, se le posa en la frente y silencia las sombras. La arropa con otras mariposas menos atemorizadas y la hace dormir. Y la chica llora lo que no lloró despierta, pero entonces su habitación brilla de mariposas nocturnas y ellas se llevan sus lágrimas como un secreto para siempre guardado entre las calles de una ciudad oscura, entre casas pequeñas, habitaciones solitarias.

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